Es sabido que a veces es necesario dar de baja viejas estructuras para emprender in situ la gestación de otras nuevas. Al lado de casa se lo tomaron al pie de la letra: la demolición de la otrora a la venta morada del vecino comenzó esta semana y los empleados del rubro se pondrán durante los próximos meses (¿seis, diez, doce?) literalmente "manos a la obra" en pos de parir un edificio.
Sabemos también lo que este tipo de emprendimientos acarrea -además de arena y ladrillos-. Amén del malhumor generalizado en los miembros bípedos de mi hogar por tener que soportar los estruendos y permanecer autoexiliados tras las cortinas huyendo de las indiscretas miradas de extraños que capitanean la medianera (tome aire y siga leyendo, que la oración era de largo aliento), los trastornos de ansiedad llegaron incluso a los felinos de la familia. Andan desorientados, más sigilosos que de costumbre, atemorizados y confinados a desandar su instinto aventurero entre los muebles de la casa. Y es que no pueden permanecer ajenos al zumbido infernal del taladro en los oídos. Y la excavadora, esa bestia que vomita escombros a la calle con un ronroneo metálico y áspero... Y la niebla de polvo y el sol que paulatinamente nos irá robando la erección del tótem edilicio...
A pesar del pesar de estos pesares, vino a mí filosófico consuelo: ¡la pucha que a veces no queda otra que ser tenaces y desmoronar lo que estorba para construir aquello que figura en nuestros planes! Aunque los andamios afeen el paisaje mientras tanto. Aunque el alboroto y la tierra en remoción incomoden a terceros. A pala y pico. A mano limpia, hasta ensuciarla. Que lo precario y endeble del pasado dé paso a la fragua del cimiento futuro.
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